Cuando mi buen amigo Roger me invitó a jugar al fútbol, apenas le presté atención.
Dejé el fútbol hace muchos años, cansado de las lesiones que me acompañaban en cada partido: Rotura parcial del ligamento cruzado anterior de la rodilla, esguinces, fracturas en ambas manos, contusiones… cada encuentro me dejaba con alguna marca.
Siempre he sido arquero, un arquero de esos que no teme lanzarse al suelo, de esos que viven y respiran cada atajada. Pero ese día, aunque sin planearlo, terminé frente a esos tres palos una vez más.
Por la mañana habíamos salido; no recuerdo de dónde veníamos, quizá de comer o de algún lugar cercano, y sin rumbo fijo nos acercamos al campo donde se jugaba el partido.
Llevaba ropa de deporte, más por costumbre que por intención. No tenía pensado jugar. Sin embargo, faltaba un jugador, y ahí estaba yo, siendo llamado a la cancha. Miré las medias pequeñas que se llevaban, esas que solo un arquero entiende cuánto duelen al rozar el césped artificial. Y, como tantas veces antes, me pusieron bajo los tres palos.
Apenas empezó el partido, algo se despertó en mí. Mientras jugaba, recorrí esas sensaciones que hasta hacía tantos años había sentido: el sentirme vivo, el sentirme yo mismo, el ser algo importante dentro de la cancha. Cada vez que una pelota se acercaba, creía firmemente que podría detenerla, que podía parar todas las pelotas que me lanzaban. El instinto me llevó al suelo en la primera jugada, como si no hubiera pasado el tiempo. Esa vieja costumbre de lanzarme sin pensar, de vivir cada segundo como si fuera el último. Sentí la quemadura en mi rodilla derecha, pero también sentí algo que hacía mucho no experimentaba: el puro disfrute de estar en la cancha.
Hice algunas paradas dignas, otras no tanto, pero, en ese momento, me sentí vivo, conectado con ese deporte que siempre ha sido parte de mí.
El partido continuó y, en una jugada, dos atacantes se acercaban rápidamente, seguidos por nuestro defensor. Salí a «achicar», como lo había hecho tantas veces antes, confiando en que aún tenía esa habilidad. Me lancé con todo, y en medio del choque de piernas, sentí un giro extraño en mi pie izquierdo. El dolor agudo en la rodilla izquierda fue instantáneo. Esos segundos de duda, de pensar «¡carajo, mi rodilla!», me dejaron claro que algo había cambiado.
Terminé el partido cojeando, y desde entonces, el dolor no me ha dejado. Han pasado 2 semanas.
El traumatólogo me ha dicho que tengo una lesión de menisco en la rodilla izquierda y me ha recomendado evitar el fútbol. Que según cómo evolucione, decidirán si debe hacerme infiltraciones u operarme en el peor de los casos.
Y aunque la vida me diga que ese momento tal vez fue mi último partido, lo que viví en esos minutos no tiene precio. Disfruté cada segundo sin saber que podría ser el último. Porque, al final, la vida se trata de eso: de vivir cada instante como si fuera el último, de saborear esos pequeños momentos que nos hacen sentir vivos.
Desde niño soñaba con ser como Harald Schumacher, admiraba cada una de sus paradas. Y ahora, de adulto, cuando jugaba, veía en mi mente a Iker Casillas, el de las paradas imposibles; el salvapartidos, «el santo»…
También recuerdo a esos grandes arqueros peruanos que admiraba cuando niño, soñando que hacía las mismas paradas: Ramón Quiroga, Eusebio «chevo» Acasuzo, Héctor Martín Yupanqui, Julio César Balerio. Y ahora, aunque soy adulto, aunque las lesiones y el dolor me recuerdan que el tiempo pasa, sigo soñando con esa parada increíble, la parada definitiva, la que salva el partido.
Los sueños nunca se acaban, aunque la vida a veces sea dolorosa.
Porque aunque ese día se haya ido, el sueño de volar nunca lo hará.
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