La vida a veces nos sorprende con encuentros que parecen no tener explicación, pero que marcan un antes y un después. Ese fue el caso de Tofi, nuestro perro. Y todo comenzó cuando éramos aún estudiantes de medicina, en la Universidad Federico Villarreal, cuando Gesica y yo éramos jóvenes, no teníamos ni 20 años. Por aquel entonces, estábamos sumergidos en el estudio, sin tiempo para pensar en nada más que en aprender, en sobrevivir a los exámenes, y en todo lo que conlleva ser estudiante de medicina.
Había una esquina en la facultad que nadie visitaba. Siempre olía mal, el tipo de olor que te hace querer acelerar el paso y salir de ahí lo más rápido posible. En ese rincón, oscuro y apartado, es donde guardaban a los perros que llegaban para las prácticas de anatomía. Eran perros que nadie había reclamado, tristes, condenados, perros sin esperanza. Los traían en furgonetas desde las perreras, abandonados, esperando su destino. Ese día, como muchos otros, vimos cómo descargaban las jaulas de la furgoneta, perros que iban a ser sacrificados.
Fue en ese preciso momento cuando Gesica vio algo. Algo que yo, sinceramente, no vi al principio. Una mancha marrón, peluda, escondida en una de las jaulas, hecha un ovillo de miedo. Era uno de esos perros, sin duda. Pero para Gesica, en ese instante, era su perro. Me miró con la firmeza de quien está convencido de lo que dice: «Es mi perro. Vamos por él». Yo, claro, le dije que no, que cómo íbamos a coger un perro de ahí. Pero ella insistió, me contó que hacía tiempo había perdido a su perro, uno que se había escapado y nunca más regresó. Y me aseguró que ese era él.
No era fácil. Esa área estaba prohibida para los estudiantes en ese momento, solo se permitía el acceso a los encargados, quienes se encargaban de los animales antes de que llegáramos nosotros para las prácticas. Pero fuimos preguntando, insistiendo, buscando la manera de entrar, hasta que finalmente lo conseguimos. Nos dejaron verlo. Y allí estaba, en una jaula al fondo, encogido, sucio, asustado, con un olor que no se me olvida hasta hoy. Era evidente que había vivido mal, que no esperaba nada bueno de nosotros ni de nadie.
Cuando finalmente lo tuvimos frente a nosotros, nos dimos cuenta de algo: no era el perro de Gesica. Ese no era el perro que ella había perdido, pero en ese momento, ninguno de los dos fue capaz de dejarlo allí. Nos miramos, y en ese silencio ambos supimos lo que íbamos a hacer. Le dijimos al encargado que sí, que ese era nuestro perro, y nos lo dieron. Fríamente, como si no importara. Nos lo pusieron en un saco, advirtiéndonos que podía estar enfermo, que podría tener todo tipo de males. Y aun así, lo llevamos a casa.
Lo llamamos Tofi. Nos acompañó en los años más importantes de nuestras vidas. En cada momento de alegría y en cada tristeza, en esos días que parecían monótonos pero que, vistos desde la distancia, estaban llenos de vida. Era un perro más, pero a la vez, lo era todo para nosotros. Su manera de ser, siempre cariñoso, siempre leal, como si supiera que le habíamos salvado. Quizás entendía lo que habíamos hecho por él y nos lo agradecía con esa calma que solo tienen los animales que han sufrido y han encontrado, al fin, un lugar seguro.
Cuando nació nuestra hija, como se hace en Perú, decidimos subirlo a la azotea. Al principio lo visitábamos con frecuencia, pero con el tiempo, las visitas se hicieron más espaciadas. Sin embargo, Tofi nunca se quejó. Cada vez que lo bajábamos, nos recibía como si no hubiera pasado el tiempo. Y así, pasaron los años, y Tofi empezó a moverse menos.
El final llegó un día cualquiera. Lo había bañado, como siempre, pero noté que algo no iba bien. Estaba más cabizbajo de lo normal. Me acerqué y sentí que se estaba yendo. Gesica estaba abajo con nuestra hija, y yo no sabía si debía ir a avisarla o quedarme con él. Al final, no me moví. Sabía que esos eran sus últimos momentos y no podía dejarlo solo. Puse mis manos bajo su cabeza y lo acompañé en su último aliento, viendo cómo su respiración se hacía cada vez más lenta hasta que finalmente, se detuvo.
Siempre me consideré fuerte, alguien que ya había pasado por muchas cosas en la vida. Pensaba que ser fuerte era no llorar, mantener la compostura. Pero ese día, rompí. Lloré por mi Tofi, por todo lo que habíamos vivido juntos, por todo lo que significó para nosotros. No sabía cómo decirle a Gesica lo que había pasado, pero sabía que, al menos, lo había acompañado en su último suspiro.
Tofi fue mucho más que un perro. Fue parte de nuestra vida, de nuestras historias, de nuestras alegrías y nuestras penas. Y aunque me duele recordarlo, también me llena de una profunda gratitud haber podido estar con él hasta el final, haberle dado el amor que él nos dio durante tantos años. Mi Tofi. Nuestro Tofi.
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