La imagen de la víctima hoy en día parece ser la de una persona inmóvil, débil, frágil e insuficiente. Se las puede catalogar con adjetivos como el de tontas, porque al parecer el hecho de convertirte en víctima o no depende de tu inteligencia y no de tus circunstancias. Si buscas en google la palabra víctima, te salen fotos – curiosamente de mujeres – llorando, con las manos en la cara, en blanco y negro. Golpeadas, atadas, echas un ovillo. Evoca una tristeza simple de entender funciona como un mensaje alto y claro que reza que si eso es ser víctima, es obvio que nadie querría nunca ser una. Se habla de las víctimas, de cómo son, de qué hacen, se cuestiona su forma de reaccionar una vez son reconocidas como tal. Se les tiene pena, a veces se las desprecia por su supuesta pasividad. Pero pocas veces lo primero que nos viene a la mente es de qué es víctima, quién y como le han hecho eso, y sobre todo, que el hecho de ser víctima no la hace menos persona.
Se confunden entonces víctima y victimismo y se reduce a las víctimas a su calidad de víctimas, excluyéndolas a partir de entonces de ser sujetos pensantes y haciéndonos creer que ambas cosas (ser víctima y ser sujeto pensante) son excluyentes entre sí. De esta manera, tenemos una sociedad entera que parece gritarnos: ¡No seas víctima! Serlo trae consigo una serie de consecuencias negativas, empezando por la pasividad ante el propio abuso y la vulnerabilidad visible que aún es tabú, que nadie quiere llevar sobre sus hombros.
En resumen, nos tratan de inculcar que ser víctima está mal y que quien se reconoce (o es descubierta como tal) no sigue con su vida, ni actúa al respecto, ni trata de cambiar las cosas. Nos venden ser víctima como, al parecer, ahogarse en la autocompasión. ¡Incluso nos lo venden como si fuese lo que se debe hacer! Por poner un ejemplo, cuando una mujer denuncia una violación y parece capaz de seguir con su vida, ¿no se pone en tela de juicio todo aquello que ha denunciado? Se parte de la misma base: las víctimas se lamen las heridas, no siguen como si nada. Y por un razonamiento bastante sencillo, quien sí lo hace simplemente no es una víctima.
¿Por qué tanto rechazo a la palabra víctima? Es bastante fácil: sin víctimas, tampoco hay abusadores. Desde el perpetrador más directo al propio sistema que lo creó, aquí es donde entra en juego un análisis a mayor escala aunque igual de simple. El capitalismo no quiere víctimas, porque el reconocerse como tal podría, y de hecho muchas veces implica, el buscar cambiar esa situación. Ante una desigualdad social cada vez más grande, lo que conviene son sujetos activos que no se cuestionen la propia actividad. Esto pasa con cualquier minoría vulnerable, dentro de las que la gran mayoría de personas ha sufrido abusos en mayor o menor medida debido a su pertenencia a ellas. Cuando pasa, sientes que o niegas que el abuso exista, o eres un victimista y no hay punto medio. Y nadie quiere ser considerado un victimista, ni siquiera por sí mismo: el entenderse y sobre todo mostrarse vulnerable sin que ello disminuya la propia autoestima es algo que aún a día de hoy muy poca gente es capaz de hacer. Así que nos queda la otra opción: negar el abuso.
Entendemos entonces cómo es que vivimos en una sociedad de víctimas que no luchan por cambiar su situación porque están convencidas de que si toman conciencia de ella se convertirán en personas débiles, una sociedad de personas que creen que la sumisión a abusos muchas veces sistemáticos e incluso a nivel estatal es una elección que toman libremente porque a ellos tal situación “no les afecta”. Una sociedad, en resumen, que todavía no toma conciencia de las estructuras de poder y de su fortaleza, y a la que, como a todas, le cuesta cuestionarse su supuesta libertad de elección. No es casualidad que suceda así, la moral del esclavo es una estructura que no para de repetirse a lo largo de nuestra historia.
En esta negación del daño recibido, se puede acabar por ejemplo tratando de pasar de víctima a abusador, siempre con la misma premisa: demostrar que no se es débil, frágil ni tonto. En el mejor de los casos, el niño abusón de las pelis americanas que tenía problemas en casa. En otros peores, el auge del clasismo y el elitismo buscando un sentimiento de superioridad que fue arrebatado en cuanto, al menos interiormente, ocurrió el abuso y el rechazo ante lo que suponía y en qué convertía eso a la persona en cuestión. No es rechazo al abusador; es rechazo a la víctima. De esto se beneficia enormemente el sistema de clases, en el que por mucho que siempre haya alguien por encima de ti, también habrá siempre alguien por debajo. Nadie quiere ser el último eslabón de la cadena de poder y así es como nos pasamos la vida entera tratando de demostrar lo poco víctimas que somos en vez de luchar contra el verdadero problema.
Todo esto ha dado a pie a situaciones que podrían ser de risa si no fuese por la gravedad del asunto: el relato de la puta feliz que lo hace por gusto aún necesitando el dinero para comer, todos aquellos mileuristas que se indignan por el impuesto de sucesiones (¡cómo vamos a dejar que perjudiquen a nuestros queridos ricos, si algún día podríamos ser nosotros! ¿No?), personas racializadas apostadas cómodamente en partidos abiertamente racistas: ninguna es libre, pero todas juegan con sus privilegios y carencias en un juego en el que pierde quien menos aguante. Todo este engranaje se nutre de la renuencia de los más perjudicados a pararlo.
Se trata del sentimiento de “sí, existe una opresión, pero a mí no me afecta”. El hecho de que ser responsable de cosechar los propios éxitos a pesar de ésta no implica que no exista una desigualdad de oportunidades y/o derechos terrible de base, y por tanto, no quita que deba ser reconocida y abolida. En este punto el individualismo, entre muchos otros defectos, nos dice que si nosotros somos capaces de hacerlo, todo el mundo puede. Celebramos la diversidad, pero no mucho: buscamos igualdad y no equidad. Incluso nos hace despreciar a quien no ha podido, volviendo al principio de la rueda: aquellos que no pueden son personas débiles a las que les pudo el abuso. Se recalca la diferencia entre ellos y nosotros, ya que los últimos al parecer somos personas más capaces, resilientes e inteligentes. Se habla de cómo es la víctima y de sus capacidades de resistencia, pero nunca del abusador y qué ocurrió para que la víctima tuviese que forzar hasta ese punto dichas capacidades. Y este pensamiento nos deja muy tranquilos por dentro: nuestros conflictos internos respecto al abuso siempre están mejor disociados de manera cobarde que gestionados y examinados.
El hecho de saber que no somos menos que nadie no implica que no tengamos que luchar por que el mundo nos vea así, especialmente cuando eso repercute directamente en las oportunidades de las que disponemos.
Teniendo en cuenta todo esto y lo normalizado que está, pienso que el verdadero valor está en saber mostrarse vulnerable y víctima ante el mundo, y demostrar que la condición de víctima no nos quita la de persona ni la de sujeto pensante. Hablar de víctimas incomoda porque nos hace pensar en justicia básica y en la necesidad de protección social para quien la necesita, algo que dentro de un sistema que acepta la desigualdad no se da sin que sea exigido.
Hablar de víctimas incomoda, pero es necesario.
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